Si la década de 1990 corresponde a los años de la energía eólica, la primera década de este siglo, a los años de la energía solar, y la década de 2010, a los años de las baterías, la década de 2020 podría encauzarnos hacia una nueva frontera de la transición energética: el hidrógeno. Difícilmente pasa una semana sin un nuevo proyecto o avance importante en materia de hidrógeno. En tan solo los últimos cinco años, más de 30 países han puesto en marcha o comenzado a preparar estrategias nacionales de hidrógeno (IEA, 2022). Los objetivos climáticos de París han sido un factor impulsor principal, aunque la guerra de Rusia contra Ucrania y el aumento de los precios del gas también han impulsado el cambio hacia combustibles más verdes. El desarrollo económico y la política industrial ocupan igualmente un lugar importante.
El hidrógeno limpio tiene la capacidad de cambiar drásticamente la geopolítica de la energía tal y como la conocemos. Podría surgir una nueva geografía del comercio en torno al hidrógeno limpio y sus derivados, tales como el amoníaco. Los países dotados de abundante sol y viento podrían emerger como grandes exportadores de combustibles verdes o zonas de industrialización verde. La competencia industrial podría intensificarse a medida que los países aspiren al liderazgo tecnológico en torno a segmentos clave de la cadena de valor del hidrógeno. En general, el crecimiento del hidrógeno limpio podría fomentar una intensa competencia geoeconómica, estimular nuevas alianzas y colaboraciones, y engendrar nuevos nodos de poder en torno a futuros centros de producción y uso de hidrógeno.
La promesa del hidrógeno
El hidrógeno es la molécula más pequeña del universo, y sin embargo tiene un potencial inmenso como combustible limpio para la transición energética mundial. Se trata de un gas que puede quemarse en un motor o utilizarse en una pila de combustible para alimentar vehículos, producir electricidad o generar calor. Puede servir como materia prima o como elemento básico de otros productos químicos, como el amoníaco (un insumo clave de los fertilizantes) y el metanol (utilizado en la producción de plásticos). El hidrógeno y sus derivados pueden almacenarse de forma indefinida en tanques o cavernas de sal, lo que significa que estas podrían ser una de las principales soluciones para el almacenamiento de energía a largo plazo.
Lo más importante es que el hidrógeno puede reemplazar a los combustibles fósiles para todos esos fines sin emitir dióxido de carbono. Es un vector energético neutro en carbono, al igual que la electricidad, pero tiene una ventaja cuando se trata de descarbonizar sectores cuya electrificación es difícil; pensemos en la industria pesada, el transporte de larga distancia o el almacenamiento estacional. La mayor parte de los escenarios de descarbonización anticipan un papel fundamental del hidrógeno en el logro de cero emisiones netas de aquí a mediados de siglo. Por ejemplo, la Agencia Internacional de Energía (AIE) y la Agencia Internacional de Energías Renovables (IRENA) prevén que el hidrógeno satisfaga el 12%–13% de la demanda final de energía para 2050, con un aumento desde prácticamente cero en la actualidad.
El sector del hidrógeno es ya importante, pero el actual mercado del hidrógeno tiene tres características que están a punto de transformarse de forma radical: en la actualidad, el hidrógeno todavía se obtiene en gran medida del reformado de combustibles fósiles, se utiliza casi exclusivamente como materia prima y se produce y consume principalmente in situ. Cada una de estas etapas de la cadena de valor debe someterse a una gran transformación para que el hidrógeno satisfaga su potencial como la pieza que falta en el rompecabezas de la energía limpia. Su producción debe trasladarse a fuentes más limpias y su consumo ampliarse a nuevos sectores; además, el hidrógeno y sus derivados podrían pasar a ser materias primas energéticas que se negocien a escala internacional.